Recuperar las raíces y escoger alimentos orgánicos tal y como la naturaleza nos los ofrece, aquellos mínimamente procesados que mantengan su esencia y originalidad, alimentos libres de sustancias químicas que contaminan, intoxican y envejecen las células de nuestro cuerpo. Este es mi mantra, una alimentación come limpio para lograr energía, belleza y salud.
Toda mi vida he estado fascinada por las propiedades de los alimentos, sus beneficios curativos y sobre todo por su pureza y sus colores. Tras graduarme como dietista-nutricionista, uno de mis propósitos vitales fue precisamente divulgar el potencial de los alimentos para lograr una salud óptima. Aún así, no fue hasta que me fui a vivir al otro lado del charco que no descubrí la alimentación limpia. Al mudarme a EE UU, gané peso, me sentía muy hinchada, tenía acné y mi ánimo y energía bajaron en picado. ¿Qué me estaba pasando? Mi fe en el poder curativo de los alimentos me llevó a investigar cómo se cultivaban y procesaban, y fue a partir de ello que me volví mucho más selectiva.
Seguí mi formación como profesional de la nutrición y me especialicé en alimentación vegana y crudivegana , y convencida, descarté el consumo de todo tipo de carne, eliminé los lácteos y empecé a incorporar más verduras, sobre todo crudas, en mi día a día. Los resultados fueron tan evidentes: recuperé mi peso, mi piel clara y limpia, y lo más importante, mi vitalidad y optimismo. Los zumos verdes (título también de mi primer libro) fueron la clave de mi cambio de alimentación y, con ello, de mi estilo de vida. Más tarde, conocería los superalimentos –también llevados al papel– con los que enriquecer todavía más mis platos.
A raíz de estos cambios fue cuando desarrollé mi filosofía come limpio. La abundancia de vegetales reina en mis platos, creando así una dieta con tendencia alcalina, de la que desaparecieron los alimentos con gluten, leche y derivados, y otras sustancias irritantes como el café. Con todo ello, y respetando la correcta combinación de alimentos, cumplí con mi objetivo de facilitar al máximo las digestiones para conservar así la energía y no sentirme pesada tras las comidas.
En un día redondo para mí esta filosofía se traduciría en despertarme a las 6.30 horas, tomar un vaso de agua tibia con unas gotas de limón y salir a caminar a paso ligero junto al mar o ir al estudio de yoga. Para el desayuno opto por un generoso zumo o batido verde (unos 500-700 ml) enriquecido con superalimentos (polen de abeja, hierba de trigo, maca, açaí…). Durante la mañana voy bebiendo agua o infusiones para ir hidratando el cuerpo sorbito a sorbito. Entre tarea y tarea intento estirar las piernas, subir y bajar las escaleras para estimular la circulación de la sangre. Para comer, una ensalada con variedad de hortalizas de temporada, semillas o frutos secos y una buena salsa como aderezo. Dos o tres veces por semana añadir cereales sin gluten (arroz salvaje, quinoa) o legumbres. Para cenar preparo cremas de verduras a las que añado toppings como levadura de cerveza, crudités o copos de algas, acompañadas de crackers de semillas.
Si tengo más hambre me hago algún tipo de hummus con legumbres o frutos secos. Ceno temprano, antes de las 20 h, para acostarme ya con la digestión completa. Antes de ir a la cama aprovecho para leer mientras tomo mi última infusión del día. A las 23 horas suelo poner el móvil en modo avión, apago la luz, recuerdo tres cosas por las que estoy agradecida y… a por unos dulces sueños.
Aunque vive desde hace más de cinco años en EE UU, le gusta viajar para aprender más sobre la tendencia raw food. Es fan, entre otras, de la col kale –berza o col rizada–, que contiene más hierro que la carne de vacuno y más calcio que la leche de vaca.