El azúcar que contiene la leche se llama lactosa. La lactosa se considera un disacárido ya que está formada por dos azúcares simples: la glucosa y la galactosa. Durante la digestión se rompe esa unión para permitir su asimilación por el organismo. Esta escisión es la que lleva a cabo la enzima lactasa que se segrega en el intestino delgado mayormente durante la lactancia.
La naturaleza es sabia. La lactosa ayuda a la absorción del calcio, permitiendo la correcta mineralización de los huesos, que es clave en el crecimiento de los lactantes. Pero, además de eso, la lactosa también tiene efectos prebióticos que benefician la flora intestinal y su asimilación, por lo que podemos considerar los lácteos de calidad como un gran grupo de alimentos a tener en cuenta durante toda nuestra vida, y más allá del destete.
Es cierto que la secreción de esta enzima va reduciéndose con la edad. Pero se ha demostrado que el consumo de lácteos favorece la adaptación de nuestra flora intestinal, permitiendo una tolerancia progresiva y permanente a la lactosa, aún en personas con deficiencia primaria de lactasa.
Se dice que la malabsorción de la lactosa es primaria cuando es genética, es decir, heredada. Sin embargo, muchas veces esta malabsorción es el efecto secundario de un daño preexistente en el intestino. Sería lo que se llama intolerancia secundaria o adquirida que puede ser debida a enfermedades no diagnosticadas como la enfermedad celíaca o la enfermedad de Crohn.
A lo largo de los milenios, las civilizaciones que han basado su alimentación en el ganado lechero han sido seleccionadas naturalmente hacia la secreción continuada de la lactasa. Por esto, en los países del norte de Europa tienen menos porcentaje de individuos intolerantes a la lactosa que en los países del Mediterráneo.
No existe unanimidad en Europa al respecto de cuándo un lácteo es apto para lactosa-intolerantes y cuándo se puede etiquetar como “sin lactosa”.
Aunque el umbral de tolerancia varia de una persona a otra, lo que es importante es tener una idea de qué cantidad de lactosa contiene cada alimento y evitar los que la contienen en cantidades más elevadas, como la leche de vaca, la leche condensada o la nata. A diferencia de estos, los fermentados como el yogur natural, el kéfir o determinados quesos acostumbran a ser bien digeridos por los intolerantes a la lactosa. Vamos a ver en detalle qué lácteos son los mejores.
¿Qué queso puedo comer si soy intolerante a la lactosa?
El queso es un derivado lácteo resultado de la fermentación bacteriana de la lactosa que contiene la leche. La maduración del queso consiste exactamente en eso, en el proceso por el que las bacterias van consumiendo la lactosa y eliminándola. Por ello, cuanto más maduro es un queso, menos lactosa contiene.
Este es el principio que hace de los quesos un alimento bueno para los que tienen problemas con el azúcar de la leche.
Lo primero será evitar, de entrada, todos los sucedáneos de queso, es decir, todos aquellos productos que no son naturales. Por ejemplo, las lonchas y porciones procesadas de queso o determinadas cremas para untar, que acostumbran a elaborarse con una alta presencia de nata. Es muy fácil identificar un queso natural de uno “procesado”. El natural lo identificarás porque contiene muy pocos ingredientes, tan solo: leche, sal (aunque algunos están elaborados sin sal), fermentos lácticos y cuajo, y, en ocasiones, colorante natural.
Una vez identificado el queso natural, deberemos priorizar los quesos con menos porcentaje de azúcares en su contenido nutricional y, por tanto, con menos cantidad de lactosa. En esta categoría figuran dos tipos básicos: los quesos más grasos, con menor cantidad de lactosa, y los más maduros, ya que, a más tiempo de maduración, menor será la cantidad de lactosa que, en algunos casos, puede prácticamente desaparecer.
Teniendo todo esto en cuenta, merecen una mención especial variedades como el cheddar. Se trata de un queso de pasta dura muy versátil, elaborado generalmente con leche pasteurizada de vaca mediante el proceso particular del cheddaring, que le da esa textura y sabor tan particular.
A todo lo anterior no debemos olvidarnos de la salud y bienestar animal. Los lácteos producidos a partir de animales alimentados con hierba fresca, que pastan libremente y que no están sobreexplotados son los que, precisamente, producen leche y carne con más ácidos grasos deseables, como los famosos omega-3. Dos condiciones que marcan la sostenibilidad del proceso de producción, además de la calidad organoléptica y nutricional de los productos resultantes.
Escoge una quesería sostenible
Aunque la definición de sostenibilidad puede variar según quien la sostenga, para nosotros, una quesería sostenible es aquella que garantiza, por encima de todo, un buen trato animal. Y dentro de esta definición, incluiríamos desde el tipo de alimentación que reciben las vacas, al espacio en el que pueden vivir o el suministro de hormonas o de antibióticos que reciban.
Disponer de grandes terrenos donde los animales puedan pastar libremente y pasar la mayor parte de su tiempo es una de las mejores formas que tienen los artesanos de tratar a sus rebaños. Pero, para que esto suceda, es imprescindible que el clima acompañe con lluvias regulares, de forma que no genere estrés hídrico a la tierra.
En ese sentido, Irlanda reúne todas las características necesarias: hasta dos tercios del terreno irlandés se destina a la agricultura y un 80% se utiliza como pasto. De hecho, en la isla esmeralda, cada vaca dispone ni más ni menos de media hectárea de terreno para pastar libremente, donde pasan la mayor parte de su tiempo: ¡una media de 300 días al año!
Este país paraíso de las vacas alberga precisamente queserías sostenibles y artesanas de gran calidad, con rebaños pequeños y controlados que no acostumbran a superar las 70 vacas. Un buen ejemplo de ello es la ganadería de Kerrygold, que produce excelentes quesos y mantequillas sostenibles, aptos para la gran mayoría de personas.
En cuanto a los intolerantes a la lactosa, de su surtido de productos sostenibles podemos quedarnos con los Cheddars Mild Kerrygold, que cuentan con más de tres meses de maduración, además del Cheddar Mature Kerrygold, de seis y nueve meses o el Cheddar Vintage Kerrygold. Este último, con una cantidad prácticamente nula de lactosa, gracias a una prolongada maduración de hasta 18 meses.