Desde hace siglos, ya en civilizaciones antiguas como la egipcia o la griega, se utilizaban mascarillas hechas a base de miel, leche o arcilla que tenían un efecto muy beneficioso para el cutis. La piel del rostro, al ser una de las más delicadas del cuerpo, necesita contrarrestar las agresiones a las que está expuesta diariamente (rayos de sol, contaminación, células muertas, frío o viento, entre otros) para evitar que su aspecto se deteriore. Las mascarillas faciales son una de las soluciones más efectivas en este sentido.
En el mercado encontraremos multitud de opciones, aunque siempre tendremos que elegir la que se adapte a nuestra piel (seca, mixta, grasa…) y respetar las indicaciones del producto. De esta manera, si queremos combatir el estrés o los nervios utilizaremos una mascarilla calmante y relajante. Los expertos recomiendan aplicar una mascarilla hidratante y nutritiva periódicamente para mantener nuestra piel joven. Las purificantes y exfoliantes ayudarán a eliminar las impurezas y tener un cutis perfecto. Por otra parte, las reafirmantes aportarán energía a nuestra piel.
En general, estos tratamientos tienen un poder estimulante, ya que dilatan los vasos sanguíneos superficiales y la epidermis absorbe los principios activos que contienen. Además, ayudan a comprimir los poros, lo que resulta en un cutis terso liso y luminoso. Antes de aplicar la mascarilla es importante limpiar correctamente la piel y, tras la aplicación, es recomendable eliminar los restos con agua templada. Los efectos son inmediatos: una tez suave al tacto, luminosa y rosada que nos devolverá el bienestar de nuestra epidermis.