A pesar de que fue famosísima como pintora en toda Europa en el siglo XVII, el nombre de Artemisia Gentileschi desapareció de los libros y de los museos durante trescientos años.
A los responsables de elaborar el discurso de la historia del arte, en su mayoría hombres, les costaba mucho reconocer la importancia de una artista como ella. Sus extraordinarios cuadros le fueron expropiados y fueron atribuidos a su padre, Orazio, y a otros grandes pintores del Barroco, hasta que un crítico muy prestigioso comenzó a estudiarla y a reivindicarla a principios del siglo XX.
Ella es uno de los ejemplos más significativos de las numerosas creadoras plásticas que han sido olvidadas y que solo en las últimas décadas están volviendo a salir a la luz. Como muchas de ellas, Artemisia aprendió a pintar desde pequeña en el taller de su padre, situado en Roma, donde había nacido en 1593. Al darse cuenta de su talento, Orazio la apoyó. Pero aquel hombre viudo cometió un grave error: dejó entrar en su casa, para que le diera clases de perspectiva, a un amigo muy poco recomendable, Agostino Tassi. Tassi violó a su alumna cuando ella tenía 18 años y luego, para arreglar el desaguisado, le prometió matrimonio.
Pero los meses pasaron y el novio nunca encontraba un momento para celebrar la boda. Al final, Orazio, informado de lo que sucedía, le denunció. Hubo entonces un juicio que tuvo tremendos resultados para la víctima, y no para el violador: Artemisia fue examinada por una partera en presencia de los jueces y fue sometida a tortura para obligarla a confesar que había mentido. Tassi acabó siendo condenado a un breve destierro, pero quien más sufrió fue sin duda ella: obligada por su padre a casarse con una artista muy mediocre –y, por lo que parece, mala persona-, terminó por irse a Roma, donde la acompañaban constantemente los rumores.
De todo ese sufrimiento, surgió, como tantas veces ocurre en el arte, una gran pintora. Instalada primero en Florencia, triunfó plenamente. Unos años más tarde, regresó a Roma, pero se marchó enseguida a Nápoles, que era por entonces una ciudad —perteneciente, por cierto, a España— llena de artistas y de actividad creativa. Allí transcurrió la mayor parte del resto de su vida, salvo algunos años que pasó en Londres, pintando para el rey Carlos I.
Artemisia Gentileschi trabajó sin descanso, recibiendo continuos encargos de los grandes mecenas de Europa. Demostrando siempre su autoestima, abarcó en su obra los géneros más cotizados, por los que competían los pintores más importantes, entre los que ella se contaba.
Hizo grandes lienzos de tema religioso, y también pequeñas obras de devoción con madonas y santas. Realizó numerosas representaciones de diosas de la Antigüedad a las que pintó desnudas y llenas de sensualidad. Y, sobre todo, reprodujo muchas veces a las heroínas de la Biblia, mujeres fuertes, capaces de asesinar a sus enemigos sin que les temblase la mano. Estas obras, como sus famosos lienzos de Judith decapitando a Holofernes, llenos de sangre y de furia, hacen pensar que nunca terminó de recuperarse de los agravios sufridos a manos de su violador, de los jueces y de su propio padre, al que no volvió a ver durante 30 años. Es una de las lecturas, aunque no la única, de una artista que estuvo a la altura de los mejores de su tiempo, aunque el misógino paso del tiempo quisiera borrarla de la historia.
ILUSTRACIÓN: JUDIT GARCÍA-TALAVERA