La mayor parte de las mujeres que a lo largo de los siglos se empeñaron en ejercer el poder pagaron un alto precio: reinas voluntariosas y aristócratas influyentes tuvieron que enfrentarse a grandes enemigos que las rechazaban por su género, y pasaron a la historia acompañadas de adjetivos como “perversas”, por no hablar de las constantes referencias a sus vidas íntimas. Una de ellas fue Leonor de Aquitania, duquesa de ese enorme territorio que ocupaba la mitad sur de la actual Francia y reina consorte primero de los francos y luego de Inglaterra. Leonor nació en 1122 y creció en la refinadísima corte de su padre, el duque Guillermo X. Tras la muerte de su hermano, fue ella quien heredó el ducado, que se empeñó en conservar en el seno de su familia a lo largo de toda su vida. A los 15 años contrajo matrimonio con el heredero del trono de Francia, Luis VII, y pronto se convirtió en reina, aunque mantuvo los derechos sobre sus propios dominios. Ya entonces comenzó a ser criticada por su interés por la poesía, el arte, la música y la danza, que resultaban poco ejemplares en una corte mucho más austera que la suya.
Eran los tiempos de las Cruzadas, cuando monarcas, nobles y gentes del pueblo de toda Europa se empeñaban en reconquistar a los musulmanes los territorios santos. En 1147, su marido encabezó la Segunda Cruzada y ella decidió acompañarle, provocando de nuevo el rechazo. Las murmuraciones se intensificaron cuando los cruzados llegaron a Antioquía y Leonor se encontró con el príncipe de esa ciudad, su tío Ramón de Poitiers. Enseguida se afirmó que mantenía una relación adúltera e incestuosa con él, algo que jamás fue probado pero que ensució para siempre la imagen de la reina. Tras su regreso de la fracasada cruzada, Leonor consiguió que la Iglesia declarase nulo su matrimonio, a pesar de tener tres hijas. Unas semanas después volvió a casarse con el futuro rey de Inglaterra, Enrique II Plantagenet, dueño también de importantes territorios en suelo francés. Ella mantuvo su refinada corte de Poitiers, y le dio ocho hijos a su segundo esposo, entre ellos los legendarios Ricardo Corazón de León –su favorito– y Juan Sin Tierra.
Enemistada también con su segundo marido, el resto de su vida fue una constante lucha para defender los derechos dinásticos que le correspondían tanto a ella misma como a sus herederos. Esa lucha no estuvo exenta de violencia y de momentos críticos, como cuando consiguió que sus hijos se rebelaran contra el padre o cuando este, su propio esposo, la hizo prisionera durante una larga temporada. Pero nada logró templar la férrea fuerza de voluntad de aquella mujer asombrosa.
Todavía en 1200, con casi 80 años, tuvo el valor de emprender un largo e incómodo viaje que la trajo a España para elegir a la futura reina de Francia de entre las infantas de Castilla, nacidas del matrimonio de su hija Leonor y el rey Alfonso VIII. Así logró unir a dos nietos en el trono de los francos, Blanca de Castilla y Luis VIII, y preservar sus intereses dinásticos más allá de su propia muerte, ocurrida en 1204, cuando ya había alcanzado la altísima edad de 82 años. La historia fue cruel con ella, acusándola de intrigante y de ninfómana. En realidad, fue una mujer que entendió y practicó el poder con la misma fuerza de voluntad y carencia de principios con que lo hacían los hombres de su tiempo. Ni más ni menos.
ILUSTRACIÓN: JUDIT GARCÍA-TALAVERA
