En la dura historia del género femenino, cuya educación fue evitada durante siglos, no es común que una madre y su hija sean referentes intelectuales de primer nivel. Ese es el extraordinario caso de la filósofa Mary Wollstonecrafty y la novelista Mary Shelley, autora del famosísimo Frankenstein. Aunque Shelley ha disfrutado de mucha más celebridad que su madre, el pensamiento feminista de esta ha sido reivindicada en las últimas décadas. Ninguna de las dos tuvo una vida fácil, en parte porque, adelantadas a su tiempo, se enfrentaron a infinitos prejuicios que pesaban sobre la existencia de las mujeres.
Mary Wollstonecrafty nació en Inglaterra en 1759, en una buena familia arruinada. Se vio obligada a trabajar desde muy joven en las pocas actividades adecuadas para una muchacha respetable: dama de compañía, maestra e institutriz. Hasta que en un arranque de valentía, decidió ganarse la vida escribiendo. Se integró en un círculo de intelectuales de Londres y comenzó a hacer traducciones de filósofos alemanes y franceses, así como artículos para revistas literarias. Entusiasmada con la Revolución francesa se marchó a París en 1792. Además de escribir sobre hechos, allí vivió una relación con un hombre del que se quedo embarazada. Él la abandonó al nacer su hija, y regresó entonces a Londres, donde se casó poco tiempo después con el político radical William Godwin. En 1797, a los 38 años, dio a luz a su segunda hija Mary, y falleció once días después de septicemia, dejando varios interesantes ensayos, en particular La Vindicación de los derechos de la mujer, en el que defendía la igualdad intelectual entre los dos géneros y la necesidad de que las niñas recibiesen la misma educación que los niños para poder construir una sociedad más racional.
Su hija Mary, acompañada siempre por la figura fantasmagórica de su madre muerta, llevó todo lo lejos que pudo el talento heredado de ella y la formación que le dio su padre. Y lo hizo con una radicalidad propia de la época: a los 17 años, en 1814, se fugó de casa con un hombre casado, Percy Bysshe Shelley, que llegaría a ser uno de los poetas más importantes de la lengua inglesa. Mary – conocida por el apellido Shelley – desde 1816, cuando Percy se quedó viudo y pudo casarse con ella – perdió sin duda su respetabilidad al tomar aquella decisión, pero vivió a cambio una vida de pasión y exaltación creativa e intelectual en el corazón mismo del grupo de los poetas románticos.
Fue durante el verano de 1816, pasado en Suiza en compañía de Lord Byron, cuando Mary Shelley, con tan solo 19 años comenzó a escribir su obra más importante, creando el mito universal de Frankenstein, que publicó de manera anónima y que fue una redacción frente a la de la fe de la generación anterior, y de su propia madre, en la razón: los monstruos sí existen y conviven con nosotros. Ella misma conoció muy de cerca el peso de as tragedias más irremediables: en solo cuatro años perdió a sus tres hijos y padeció un aborto. Poco después, en 1822, su maridó murió ahogado mientras navegaba en un velero. Aplacada su exaltación por tanto dolor, Mary Shelley dedicó el resto de su vida a cuidar de su único hijo superviviente, Percy Florence. Obtuvo además éxito como novelista autora de relatos y de diversos textos y murió en 1851, a los 54 años, sin ser consciente de la importancia que su novela juvenil tendría para todas las generaciones posteriores.
ILUSTRACIÓN: JUDIT GARCÍA-TALAVERA