Pese a que, por norma general, solemos considerar la práctica del yoga como un tipo de ejercicio suave y sobre todo enfocado a la relajación, en realidad nos encontramos ante una disciplina milenaria que busca una conexión total entre cuerpo y mente. De hecho, la filosofía yóguica considera esta unión como la conexión entre el alma y la divinidad, un concepto que va ligado a religiones como el budismo o el hinduismo.
La complejidad del yoga va innegablemente mucho más allá del plano físico, adentrándose en lo metafísico y rodeándose siempre de esa aura tan irresistible de esoterismo y espiritualidad. Esa es precisamente la clave que hizo que el yoga se popularizara en Occidente en los años 60, cuando empezaron a desembarcar en Europa y Estados Unidos un sinfín de filosofías orientales. Sí, nos referimos al Summer of Love, la Era de Acuario, las comunas hippies… Y cómo no a algún que otro escándalo fruto de la masificación de estas filosofías.
Sin embargo, con el paso del tiempo el yoga ha ido perdiendo su faceta espiritual, especialmente en occidente, y se ha convertido en una disciplina cuyos fines son mucho más prácticos: reducir el estrés diario causado por nuestro estilo de vida, y para conseguir bienestar físico en general. De todas esas filosofías que llegaron de la India, en la actualidad han quedado a nuestra disposición escuelas muy diversas dentro de la disciplina del yoga. Seguro que ya has oído hablar de alguna: hatha, bikram, vinyasa…
Aunque de entrada se te puedan antojar parecidas, cada una de estas escuelas hace más énfasis sobre un punto en concreto recogido por su filosofía. Por ejemplo, el Hatha yoga suele profundizar durante más tiempo en casa una de los asanas, mientras que el Vinyasa Flow se caracteriza por ser un estilo mucho más dinámico y con mayor quema de energías.