Hay quien dice que no hay nada peor que un mal matrimonio, pero eso es porque no le ha tocado vivir de cerca un mal divorcio. Decía George Bernard Shaw que “cuando dos personas están bajo la influencia de la más violenta, la más insana, la más ilusoria y la más fugaz de las pasiones, se les pide que juren que seguirán continuamente en esa condición excitada, anormal y agotadora hasta que la muerte los separe”. Está claro que el escritor irlandés no tenía una buena consideración ni del amor ni del matrimonio. No es mi caso.
Yo soy una romántica empedernida y pienso que, sin amor –pasión incluida-, la vida no merece la pena. Y creo también en el matrimonio, siempre que los contrayentes estén dispuestos a asumir que los sentimientos, como la energía, ni se crean, ni se destruyen, se transforman. Eso, y que tengan bien presente que el mismo día en el que consideren que su matrimonio no se puede romper, dejarán de cuidarlo y se volverá fácilmente quebradizo. Con todo, igual que los jarrones chinos y milenarios pueden caerse y hacerse añicos, aun estando colocados en el lugar de máxima seguridad, los matrimonios se pueden despedazar, incluso tratándolos con el mayor de los cuidados.
La grandeza de saber separarse sin hacerse daño, repartiéndose la vida con generosidad y facilitando a los hijos una situación siempre complicada es cosa de unos pocos. El resto pasa por el trance haciéndole la vida imposible al contrario hasta que rehace la suya. Hasta que eso ocurre, se masca la tragedia y sin llegar a la recortada (algunos lo hacen) se suceden las más sucias artimañas, que van desde las manipulaciones de los hijos, al robo de los bienes comunes, pasando por críticas a terceros o mentiras indiscriminadas.
John Stuart Mill dijo que “hay, sin duda, hombres y mujeres a quienes no satisfará la igualdad, con quienes no habrá paz ni sosiego mientras no reine su voluntad sin traba alguna. Para esta clase de personas está hecha de molde la ley del divorcio. Nacieron para vivir solas, y a nadie debe obligarse a que asocie su vida con la de tales seres”; pero él nació en el siglo XIX y nadie suponía que la existencia sería tan larga.
Ahora, donde casi todo tiene fecha de caducidad, incluidas las relaciones firmadas ante la ley, una cosa es casarse con voluntad de éxito y otra que el tiempo e incluso la apertura de un mundo tecnológico conduzca al fracaso. Con todo, si uno encuentra a la pareja adecuada, no hay mejor estado que el matrimonial, dure lo que dure, por aquello que decía Jorge Bucay: “Cuando me convierto en un ser completo, que no necesita de otro para sobrevivir, seguramente voy a encontrar a alguien completo con quien compartir lo que tengo y lo que él tiene. Ese es, de hecho, el sentido de la pareja. No la salvación, sino el encuentro. O, mejor dicho, los encuentros. Yo contigo. Tú conmigo. Yo conmigo. Tú contigo. Nosotros con el mundo”.
Aunque el contrato debería incluir una cláusula que dijera: “Me comprometo a romper con la misma generosidad con la que me uno”. O algo así. Sobre todo, en una relación tan partidaria de las “familias numerosas” como Zsa Zsa Gabor, que siempre decía. “Creo en las familias numerosas. Toda mujer debería tener al menos tres maridos”.
Mis recomendaciones:
1. Los padres no se divorcian de sus hijos, por Paulino Castells (Aguilar). Claves para seguir con ellos tras la separación.
2. Nº 5 L’EAU, lo más nuevo de Chanel. Un cambio radical. Como un divorcio.
3. Te odio como nunca quise a nadie, de Luis Ramiro (Noviembre poesía).