Cuando era pequeña veía a mi madre siempre atareada. Siempre estaba haciendo cosas, incluso cuando ya había terminado todo lo que tenía que hacer, se buscaba algo para seguir ocupada. Mi padre no se quedaba atrás, salía muy temprano de casa y no regresaba hasta la noche, en jornadas maratonianas de trabajo.
Nunca entendí la necesidad de estar todo el tiempo ocupado, de hecho, yo me esforzaba mucho por no hacer nada y esto parecía molestar a los adultos. No fueron pocas las veces que me regañaron por tumbarme teniendo aún tareas pendientes.
Es curioso porque, si hecho la vista atrás, no puedo identificar en qué momento todo cambió. Ahora en lugar de tener que esforzarme por hacer, tengo que esforzarme por no hacer. Me resulta casi imposible tumbarme si tengo tareas pendientes y vivo inmersa en esas jornadas maratonianas de trabajo, en mi caso, en una mezcla perfecta entre la vida de mi padre y la de mi madre.
Quizás no te identifiques con mi infancia en este sentido, pero ¿eres de esas personas que no pueden parar? Desde que suena el despertador hasta que te acuestas, ¿cuántos minutos libres tienes realmente? ¿Cuánto tiempo te permites no hacer? ¿Qué parte del día es de auténtico disfrute sin el peso extremo de la obligación?
No digo que cada día vaya a ser una fiesta, ni mucho menos que debamos apretar los minutos para embutir el bienestar en nuestra rutina. Sin embargo, creo que sí podemos llevar a cabo pequeñas acciones, cambios y rutinas, que nos ayuden a llevar la vida a otro ritmo.
La felicidad es calma y la calma puede vivirse incluso haciendo. ¡Veamos cómo!