Cuentan las crónicas de la historia que, en 1849, en plena época de la fiebre del oro en Estados Unidos, un joven marchante vendió todas sus pertenencias en Boston para buscar fortuna en los ríos de California. Se rumoreaba que estaban llenos de pedazos de oro tan grandes que a veces uno apenas los podía transportar.
Día tras día, hundía su colador en el fondo del río y lo sacaba desprovisto de otra cosa que no fueran piedras sin ningún valor. Con el paso del tiempo, hundido y desanimado, se disponía a dejarlo todo cuando uno de los viejos buscadores le dijo:
- No te vayas, hay oro aquí. Tú solo tienes que saber dónde buscarlo. — Y cogió dos trozos de roca y golpeó fuerte uno contra el otro. Uno de ellos se partió, dejando entrever pequeños pedazos de oro en su interior que brillaban bajo la luz del sol.
- Pero yo estoy buscando pedazos de oro y no pequeños copos insignificantes. Yo deseo encontrar pedazos como los que debes haber encontrado tú — increpó el joven.
El veterano buscador le extendió su bolso, y cuando el joven miró en su interior, no encontró sino un sinfín de diminutos copos de oro.
- Hijo, me parece que estás tan ocupado buscando grandes trozos de oro que te estás perdiendo llenar tu bolsa de estos preciosos fragmentos de oro puro.
El afán de superación
Esto constituye una facultad propiamente humana y tiene un nombre: afán de superación. Supone esmerarse en todo cuanto uno realiza; en dar lo mejor de nosotros mismos en cualquiera de nuestros quehaceres y en las relaciones que establecemos. En palabras de Linda Kavelin, se trata de realizar «un esfuerzo guiado por un propósito noble; un deseo de perfección» —que no de perfeccionismo—. Es no estar dispuesto a dar menos de lo que realmente somos capaces de dar. Es llegar a ser el mejor amigo, el mejor compañero, la mejor pareja, el mejor educador y el mejor ciudadano que podemos llegar a ser.
Es una virtud cardinal por cuanto se encarga de conducirnos al éxito. Dice Timothy Ferriss, autor de varios de los libros más vendidos según las listas del New York Times o el Wall Street Journal, que «el éxito de una persona en la vida puede medirse por el número de situaciones incómodas que está dispuesto a afrontar». Pero la condición que esto requiere de nosotros es una buena dosis de valor para contrarrestar el miedo al fracaso que solemos sentir, y que, a menudo, nos impide esforzarnos lo suficiente. Mis pacientes me dicen que no se sienten preparados. Sin embargo, probablemente Thomas Edison tampoco debía sentirse preparado para inventar la bombilla eléctrica. No obstante, probó y probó unos cuantos miles de veces, y falló hasta que logró superar el desafío.
El temor al fiasco es el archienemigo de las ansias de superarnos y ganar la carrera de obstáculos de la vida
¿Excelencia o perfeccionismo?
No debemos confundir la excelencia con el perfeccionismo. Los filósofos suelen decir que uno de los rasgos diferenciadores de los humanos con respecto del resto de las especies es que somos perfectibles, es decir, que podemos establecernos un ideal y fijarnos el propósito de acercarnos a él. Como parte de este proceso, debemos esforzarnos en conocer y asumir nuestras debilidades del carácter y servirnos de nuestras fortalezas para reconvertir también aquellas en virtudes nuestras.
Ahora bien, la cuestión más importante relativa al sentido de excelencia o el afán de superación consiste en identificar el objeto de nuestra superación. Ello tiene que ver con el locus de control que elijamos para nuestras acciones y esfuerzos. Podemos superar a otros; o, en su lugar, podemos superarnos a nosotros mismos.
Querer superar a otro es una enorme estafa para nosotros mismos. Es a nosotros mismos a quienes debemos superar
Un locus de control externo nos llevará a centrar nuestro proceso de desarrollo en superar al otro. Este objetivo supone, sin duda, una enorme estafa a nosotros mismos. Seamos lo buenos que seamos, tan grandes como sean nuestras conquistas, la trampa reside en que siempre habrá quien lo haga mejor o cuyos triunfos sean mayores. Y, por tanto, esta opción nos generará enfermizos sentimientos de inferioridad y nos garantizará la infelicidad y amargura de por vida.
Por el contrario, un locus de control interno nos convierte a nosotros mismos en el punto de referencia. Es a nosotros mismos a quienes debemos superar, mejorando nuestro estado actual en las lides que nos ocupen. Son nuestros propios resultados o esfuerzos anteriores los que debemos sobrepasar, y no los de nuestro amigo o vecino. Sobre los suyos no poseemos ningún control. Sobre los nuestros, disponemos de la máxima gobernanza y poder.
La clave de la superación es que sea uno mismo el centro de atención para el avance
Convertir los logros ajenos en la condición para la voluntad de crecer es entregar el control de nuestra vida al exterior y es garantía inevitable de sentir frustraciones, resentimientos, celos, envidias y odios. Y el envidioso, más que malvado, es un pobre desdichado. El hecho de buscar rebajar a los demás para sentirnos superiores genera consecuencias devastadoras en la personalidad. Es causa y consecuencia de un sentimiento de inferioridad que, mantenido en el tiempo, nos intoxica y nos vuelve inseguros, desconfiados e infelices.
La envidia hacia personas cercanas
La envidia no se suele sentir con respecto de personas ajenas a nuestro entorno. No acostumbramos a envidiar a Cervantes, Beethoven o Einstein. Generalmente, el objeto de nuestras envidias son personas cercanas que forman parte de nuestro grupo de relaciones más inmediatas. Recuerdo una pareja que me visitó hace mucho tiempo para la que todo funcionaba correctamente mientras él se mantuviera prácticamente encerrado en casa sin ningún tipo de relación. Se trataba de un hombre afable y tranquilo, que establecía discretas sintonías con las personas allegadas del entorno familiar. Su esposa, una mujer temperamental y entusiasta, no podía soportar la admiración y el aprecio que la mayor parte de personas de su entorno más inmediato sentían por su marido. Sus constantes boicots habían llegado a retirarle a él de toda vida social. Su matrimonio, de esta forma, discurría revestido de una aparente calma. No obstante, él se veía sumido en una profunda depresión, que era la razón por la cual acudían a mí. La superó con éxito, pero el precio amargo que por ello pagaron fue, tras una década de relación, la ruptura, debido a que ella no fue capaz de asumir que la envidia la estaba corroyendo. Algunos años más tarde fue ella la que acudió a mi consulta; esta vez, con una conciencia mucho más clara de lo que había ocurrido durante largo tiempo en su vida y en su matrimonio, y con la firme intención de superar este veneno letal.
Las formas en que se expresa la envidia son innumerables
Algunas de ellas son el desdén, el dominio, la crítica por sistema, la murmuración, el rechazo, la agresión, la represión, la rivalidad, el humor negro, la venganza o la difamación. No en vano, Abdu’l-Bahá, el célebre maestro espiritual conocido como el apóstol de la paz, sostiene que la envidia y la murmuración «apagan la luz del corazón y extinguen la vida del alma».
Celebremos los éxitos ajenos. Convirtámoslos en el eje en torno al cual gira nuestra motivación para emprender nuestro propio camino. Entonces repasemos nuestra biografía, y dejemos que nuestros propios triunfos del pasado se conviertan en las fuentes de energía y los puntos de apoyo para sacar rendimiento a esa latente capacidad que aún nos queda por explotar. Juzguémonos, siempre, no por lo que somos, sino por lo que podemos llegar a ser con esfuerzo, tesón y un profundo afán de superación. Después de todo, el sentido de la excelencia se da cuando uno apela a la mejor de sus actuaciones incluso cuando nadie está mirando.