Desde hace unas décadas, la ansiedad y el estrés se han convertido en la auténtica pandemia de las sociedades “desarrolladas”. Al contrario de lo que se podría pensar, la comodidad material en la que vivimos es la más alta que ha existido nunca en la historia de la humanidad, pero, aun así, el índice de infelicidad sigue siendo elevado. ¿Por qué?
Aunque cada historia personal es única y depende de circunstancias individuales, el entorno social y cultural en el que vivimos nos empuja a todos a vivir de prisa, enfocados hacia el éxito económico y social, sobreestimulados e hiperconectados. El resultado suele ser la desconexión con nosotros mismos y nuestras necesidades reales, los sentimientos de exigencia y necesidad de encajar con lo que se espera de nosotros o el cumplimiento incesante de múltiples tareas que tenemos en la agenda en detrimento de nuestro tiempo de ocio y desarrollo personal, entre muchos otros.
En definitiva, la vida adulta parece que nos empuja a sobrevivir en un mar de demandas inacabables más que a vivir de forma plena y consciente, sin permitirnos alinear nuestro estilo de vida con nuestras verdaderas preferencias e inquietudes. Aun así, no todo está perdido, ya que de nosotros exclusivamente depende la forma en la que nos afecte cualquier aspecto de nuestra vida.
Al mal tiempo, buena cara, dice el refrán popular, y no podemos estar más de acuerdo. No se trata de ser siempre positivo sino de evitar activamente caer en el fatalismo, en la rutina limitante, en la desilusión o en la apatía y decidir tomar las riendas de nuestra vida, con alegría. Porque existen mil y una formas de mantener y de recuperar la ilusión con las pequeñas cosas del día a día. Estas son algunas de las más sencillas, pero más efectivas: