Hace unas semanas hablábamos del duelo prohibido o desautorizado, aquel que no está aceptado socialmente y que se produce cuando “la misma persona cree que su dolor no es pertinente, en un intento de racionalizarlo, o bien cuando su entorno no entiende este sufrimiento porque, socialmente, no es el que corresponde”. Un ejemplo se da en la muerte de una expareja, o en la de un miembro de una pareja homosexual en países donde la homosexualidad es condenada. También es común que suceda con las defunciones de las mascotas, cuando el contexto social quita valor al vínculo afectivo con el animal: “la pérdida de una persona es un duelo de primera magnitud, pero las personas a las que no les gustan los animales o no han tenido una mascota no pueden imaginar el dolor que sientes cuando la pierdes”, explicaba Enric Soler, tutor del grado de Psicología en la UOC.
En palabras de Pilar Palacios, psicóloga y ponente en la ‘I Cumbre Virtual de Duelo Animal’, el duelo es la respuesta natural de una persona ante una pérdida, ese proceso de adaptación que tiene que realizar alguien ante una pérdida sufrida. Lógicamente, hablamos de diferentes tipos de pérdida: de un ser querido, de un trabajo, de una ruptura sentimental e incluso de un objeto o vivienda con el que tenemos un fuerte vínculo emocional.
Dentro de los seres queridos los animales ocupan un lugar muy espacial, y es que son indiscutiblemente un miembro más de la familia. A veces, el único acompañante de muchas personas. “En ocasiones, la mascota permite a las personas sentirse útiles, puesto que tienen que cuidar de ella y se convierten en motivos para salir a la calle. Cuando se va el animal, deja un vacío en el corazón y una carencia de sentido de la vida”, asegura Pilar Palacios. Según el psicólogo William Worden, después de la pérdida, la persona que la ha sufrido tiene que realizar un proceso de duelo formado por cuatro tareas. Centrándonos en el duelo animal, Palacios desglosa cada una de las tareas.
Aceptación, elaboración, adaptación y reubicación
La primera tarea consiste en aceptar la realidad de la pérdida o, en otras palabras, empezar a creernos lo que ha ocurrido. En esta fase es común encontrarnos con emociones de aturdimiento, confusión, negación o shock, que acaban afectando a todo nuestro ser y generando, en ocasiones, dificultad para mantener la atención, pérdidas de memoria e incluso sensaciones físicas como opresión en el pecho, hiperventilación o agotamiento. “Con esta sintomatología física, el cuerpo está tratando de adaptarse a una situación totalmente nueva para el propio individuo”, explica la psicóloga, que asegura que “en esta primera tarea todas las emociones son normales. Ira, rabia, tristeza, desolación o añoranza son reacciones naturales que se dan porque la persona está tratando de buscar un nuevo equilibrio”.
La segunda tarea es la fase de elaboración del dolor del duelo: puede que hayan transcurrido unas semanas desde el desenlace, pero es posible que todavía existan pensamientos que generan un dolor intenso y que se hacen difíciles de sobrellevar. En esta tarea, “el cerebro empieza a poner en marcha maneras más sofisticadas y elaboradas para soportar el dolor”. Algunas de las más comunes son hablar mucho para centrarnos en el plano de lo verbal e intelectual y no tanto en el emocional e interno, o todo lo contrario: aislarnos de alguna manera en nuestros pensamientos y no compartirlos con nadie.
Otra forma consiste en culpabilizar a alguien. “mientras estoy en el plano del enfado no siento dolor”, explica Palacios. Lo ciertos es que “enfrentarnos al dolor supone reconocer y asumir que estas emociones pueden ir apareciendo en cualquier momento, y poco a poco vamos a tener que ir escuchándolas y aceptando su presencia, permitiéndonos estar tristes”. Sin embargo, el apoyo externo es clave, y en ocasiones no es fácil permitirse sentirse triste a nivel social. Algunos comentarios como “solo era un animal” o “puedes comprar o adoptar otro” solo sirven para “añadir más dolor, porque no lo están validando sino minimizándolo e intentar que pase rápidamente, cuando realmente necesitamos todo lo contrario”, asegura la experta.
Para esta parte del proceso es importante no acortar los ritos funerarios, que “son importantes porque nos ayudan a tomar conciencia de lo que ha ocurrido, a despedirnos de ese animal de una manera pública honrándolo y compartiendo el dolor con los seres cercanos. Si no se dan estos ritos funerarios, podemos quedarnos con la sensación de que no hemos honrado de manera adecuada a nuestras mascotas”.

Adaptarse a un nuevo mundo en el que no está el ser querido es la tercera tarea, durante la que la experta señala que “cada uno a su ritmo, vamos a tener que ir enfrentándonos al dolor y empezar a integrar lo que significa recordar”. Recordar significa también emocionarse, pero no debemos evitar el recuerdo, aunque nos entristezca, ya que es la base de conexión con el fallecido. Es en esta etapa cuando podemos plantearnos preguntas como: ¿qué sentido profundo tenía esa relación para mí?, ¿qué es lo que estoy llorando exactamente? Haciendo frente al dolor es cuando podemos parar y prestar atención a lo que sentimos exactamente: “¿Me duele porque siento que no he podido corresponder a un amor incondicional?, ¿porque no he podido prestar la dedicación que me hubiera gustado?, son algunas de las preguntas que están detrás del dolor y sufrimiento y que debemos plantearnos.
También es en esta fase cuando empezamos a tener a ese ser querido en nuestro corazón y nuestra mente de una forma diferente, y ya podemos verbalizar y expresar lo que sentimos. “En este momento son muy útiles los recursos como la escritura narrativa o la fotografía, pensando en lo que nos gustaría contarle o mostrarle a nuestra mascota”, apunta Palacios, que destaca la importancia de “exteriorizar ese afecto a través de diferentes rutinas y ritos”.
Finalmente, la cuarta tarea consiste en reubicar emocionalmente al ser querido. Es el momento en el que integramos su recuerdo en nuestra propia vida, y en el que necesitamos redefinirnos y aprender nuevas formas de participar en un mundo sin ese ser fallecido. Es en esta fase del proceso donde la psicóloga recomienda plantearnos las preguntas de “¿de qué manera la presencia y muerte de ese animal ha contribuido a ser lo que hoy soy?, ¿qué ha aportado a mi identidad?, ¿cómo ha contribuido el duelo en el aprendizaje del sufrimiento?”. Cuando llegamos a esta última fase del proceso, observamos cambios en tres aspectos: en el sentido de la vida y del sufrimiento, en la identidad personal y en nuestras relaciones.
Fin del proceso
Cuando se realizan las cuatro tareas – para las que no hay un tiempo marcado ni óptimo, sino que cada persona debe hacer a su propio ritmo – es cuando llega el final del proceso, donde, en palabras de Palacio, “la persona es capaz de atribuir un sentido armonioso a la vida de quien ya no está”. También cuando podemos recordar a esa mascota como una fuente de amor, y no de sufrimiento, y cuando recuperamos las ganas de vivir y la alegría.
Los vínculos entre seres queridos no se diluyen con la muerte
En este momento conviene recordar que podemos estar más en contacto con nosotros mismos y con la vida, porque “los vínculos entre seres queridos no se diluyen con la muerte, sino que se transforman y adquieren nuevos significados”.
Es indudable que una mascota es insustituible. Es por eso por lo que la psicóloga recomienda “hacer un duelo por el animal fallecido y, una vez terminado el proceso, plantearse quizás traer a la familia otro animal. Creo que van a ser procesos diferentes, y debemos dar a cada uno de ellos su espacio, su tiempo y su singularidad, y no mezclarlos”.