Es un hecho: nos parecemos más en el sufrimiento que en el placer. La humanidad se iguala en el dolor y en ocasiones lo rebasa. La famosa recomendación: “Hazle a los demás lo que te gustaría que te hicieran”, es una máxima aventurada porque, tal como decía el escritor y Nobel británico Bernard Shaw, no disfrutamos de las mismas cosas, no poseemos los mismos gustos.
Por ejemplo, un dolor de muelas produce menos variabilidad que el gusto por alguna cosa. El placer facilita estilos personales, el padecimiento enmascara la singularidad. No niego que, por ejemplo, el placer sexual genere sensaciones subjetivas similares entre las personas, sin embargo los caminos que conducen al clímax suelen ser múltiples y variados.
No puedo acariciar como me gustaría que me acariciaran sin correr el riesgo de ser rechazado, pero, en condiciones normales, sí podría curar un dolor de muelas como me gustaría que lo hicieran conmigo y ser exitoso en el intento. No tenemos idéntico paladar culinario pero reaccionamos de manera similar ante una indigestión.
Tal vez, evitar el sufrimiento sea en algún sentido más trascendental para la coexistencia humana que buscar el placer. Es en la pena insondable donde el individualismo cede espacio al altruismo. Parecería que nos une más el dolor compartido, al menos más profundamente.
Profetas y filósofos han buscado a lo largo de la historia algún principio universal ético, un punto de vista que logre establecerse como “regla de oro” para comportarnos adecuadamente. Moisés decía: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (unificar intereses). Immanuel Kant afirma: “Actúa sólo siguiendo aquella máxima que quieras al tiempo ver convertida en ley universal” (generalización moral).
Jean-Jacques Rousseau, por su parte, ofrece dos opciones: “Pórtate con los demás como tú quieras que se porten contigo” o “Busca tu bien con el menor daño posible para los demás”. Pero es Voltaire –espíritu de la Ilustración– quien retoma lo esencial en su Tratado de la tolerancia: “No le hagas a los demás lo que no quieres que te hagan”. Es más seguro para la convivencia y más humano, más compasivo, no causar daño.
Podríamos vivir sin tanta alegría, pero sería imposible sobrellevar una existencia de padecimiento continuo. La ética interpersonal, entre otras cosa más, consiste en ponerse en el lugar del otro, descentrarse y asumir seriamente a nuestro interlocutor de turno como un sujeto válido, que vale la pena escuchar. ¿Para buscar qué? Pues beneficios compartidos, un doble interés o el menor sufrimiento posible.
Quizás todos amemos mucho más en la aflicción que en la alegría, porque cuando estoy contento el yo se dispersa un poco. Qué puedo decir: quizás me duela tu dolor más de lo que me alegra tu alegría. El poeta Octavio Paz cita a Unamuno en una frase que muestra lo que quiero expresar: “No siento nada cuando rozo las piernas de mi mujer, pero me duelen las mías si a ella le duelen las suyas”. El dolor nos une, incluso en el amor.