Si alguien se molesta en leer alguno de los libros de historia tradicionales sobre el primer monarca Borbón en España, Felipe V, es probable que encuentre algunas referencias a Mariana de la Trémoïlle, princesa de los Ursinos. Referencias seguramente despectivas: la noble francesa suele aparecer reflejada como una “intrigante” e incluso, a veces, como “la influyente amante del rey”, que usó su poder de seducción para conseguir todo lo que deseaba.
No parece sin embargo que existiese entre ellos ninguna relación sentimental. No solo porque el primer Borbón fue –extrañamente- un hombre fiel a sus dos esposas, sino, sobre todo, por la diferencia de edad entre ambos: cuando se conocieron en 1701, Felipe tenía 17 años y la princesa 59. Lo más lógico es pensar que nunca ocurrió nada, aunque algunos historiadores, con ciertos prejuicios misóginos, hayan dado por supuesto que su poder se basó en su talento en la cama y no en su inteligencia en los asuntos políticos.
Lo cierto es que la aristócrata fue una mujer excepcionalmente interesada y preparada para la política. Viuda muy joven de su primer marido, Mariana volvió a casarse en Roma con uno de los hombres más poderosos de la ciudad, el príncipe Flavio Orsini (cuyo apellido se convirtió en España en Ursinos). Durante sus muchos años en la ciudad de los Papas, ejerció como agente al servicio del rey de Francia Luis XIV, quien confiaba plenamente en ella. Tanto que, cuando en 1700 envió a su nieto Felipe a gobernar el enorme imperio de España, Luis XIV pensó inmediatamente en Mariana de la Trémoïlle para colocarla junto al joven monarca como persona de absoluta confianza.
Encantadora y firme, Mariana se ganó enseguida el cariño de Felipe V y de su esposa, la jovencísima María Gabriela de Saboya. Aunque su cargo oficial era el de camarera mayor de la reina, realmente actuó como una auténtica primera ministra, aconsejando al rey en todas sus decisiones y esforzándose en sanear la ruinosa situación de las arcas del reino y en frenar la influencia de la Inquisición en nuestro país. Su ascendente sobre la joven pareja real fue tan grande, que se ganó numerosos enemigos, gentes que conspiraron ferozmente contra ella e hicieron correr toda clase de rumores sobre su moralidad, la mayor parte de ellos falsos. Nadie logró sin embargo que los reyes dejasen de quererla.
Su poder se hizo aún mayor cuando María Luisa Gabriela falleció con tan solo 26 años, dejando a su marido sumido en una profunda depresión. Mariana de la Trémoïlle le organizó un nuevo matrimonio al cabo de algunos meses, eligiendo como esposa a Isabel de Farnesio, que le había sido recomendada por un “amigo” común como una princesa sana, bien educada y obediente. En realidad, todo era una trampa: la nueva reina tenía un carácter muy fuerte, y no estaba dispuesta a dejarse dominar por la noble francesa. El mismo día de su llegada, ordenó detenerla y expulsarla de España. El débil Felipe V, subyugado por su segunda esposa, la dejó hacer.
La princesa de los Ursinos abandonó para siempre el país en el que había gobernado en la sombra y se retiró de nuevo a Italia, donde vivió hasta los 80 años, siempre aureolada por su dignidad y su inteligencia y por los interesantes recuerdos de su vida de rara mujer capaz de ejercer la diplomacia y la política en un mundo totalmente dominado por los hombres.