En la reciente película Sufragistas, dirigida por Sarah Gavron, Meryl Streep hace un papel de tan solo cinco minutos. Probablemente la gran dama del cine sintió que era un honor interpretar en la pantalla, aunque fuese de una manera tan breve, a una mujer a la que el resto de mujeres del mundo debemos muchísimo: Emmeline Pankhurst, que luchó inagotablemente por el derecho al voto femenino.
Visto desde el presente, resulta asombroso que lograr algo tan simple como que las mujeres pudiesen votar a sus representantes políticos igual que lo hacían los hombres, fuese tan difícil de conseguir. Y, sin embargo, ese derecho elemental costó décadas de sufrimientos, de violencia, de encarcelamientos, de vidas sacrificadas. De hecho, ni siquiera se ha conseguido del todo, pues aún quedan algunos países en el mundo, mayoritariamente de religión musulmana –aunque también está incluido el Vaticano–, donde las mujeres no pueden acudir a las urnas.
Una de las heroínas de la intensa lucha que tuvo lugar en Gran Bretaña fue Emmeline Pankhurst, que dedicó su existencia a la causa. Nacida en una familia de clase media muy entregada al activismo político y social, fue sufragista desde que era adolescente, uniéndose a los numerosos grupos de mujeres de todas las clases sociales que organizaban mítines y publicaban revistas a favor del voto femenino. Pero Pankhurst –que siempre contó con el apoyo de su marido– fue más allá que ninguna otra antes.
A principios del siglo XX, harta de que los políticos les hicieran una y otra vez promesas que nunca cumplían, radicalizó su postura y fundó la Unión Social y Política de Mujeres. Sus seguidoras – junto con algunos hombres– comenzaron a manifestarse a las puertas del Parlamento y a lanzar piedras contra los cristales de algunos edificios oficiales. El gobierno reaccionó con una enorme dureza: las activistas de Pankhurst empezaron a ser detenidas y encarceladas una y otra vez. Ella misma estuvo siete veces en prisión, confinada además en aislamiento.
La tensión fue creciendo cuando aquellas valientes sufragistas decidieron hacer huelga de hambre cada vez que las encarcelaban. El gobierno respondió sometiéndolas a la tortura de introducirles tubos por la garganta para alimentarlas a la fuerza. Algunas activistas llegaron a colocar pequeñas bombas caseras en lugares públicos, sin causar nunca víctimas. Pankhurst vivía escondida, para evitar las detenciones, y rodeada por una escolta de mujeres que la protegían de los ataques de algunos ciudadanos indignados por el atrevimiento de aquellas damas: las mentes más conservadoras no estaban dispuestas a aceptar que las mujeres, eternas menores de edad, pudiesen tener la misma voluntad política que los hombres.
La radicalidad de Pankhurst solo se calmó cuando estalló la Primera Guerra Mundial, y decidió suspender su cruzada para apoyar al gobierno, algo que no todos sus seguidores aceptaron. Sin embargo, tal vez esa tregua fuese beneficiosa, porque lo cierto es que el derecho al voto femenino en Gran Bretaña se aprobó en 1918, justo cuando la guerra terminaba. Pankhurst, que fundó entonces el Partido de las Mujeres, murió en 1928, a los 69 años, con su salud minada por las huelgas de hambre y el estrés, pero satisfecha sin duda de que su incesante combate hubiera logrado un avance fundamental en la historia de la humanidad.