Cuando Jane Austen murió a los 41 años, en 1817, sus hermanos redactaron un largo epitafio sobre sus muchas virtudes, pero no mencionaron que había sido una importante escritora. De hecho, nadie salvo su entorno más cercano sabía que aquella mujer de aspecto calmado y vida apacible era la observadora sagaz y llena de humor que había escrito Sentido y Sensibilidad, Orgullo y Prejuicio, Mansfield Park y Emma: todas esas novelas habían tenido un éxito considerable, pero habían sido publicadas de manera anónima.
No estaba bien visto en aquel entonces que las mujeres se dedicasen a actividades públicas. Menos aún una joven soltera hija de un pastor protestante: firmar sus novelas con su nombre habría puesto en riesgo no solo su propio honor, sino también el de su familia. Aunque siempre la protegieron y la apoyaron, probablemente no les hubiera gustado ver su apellido escrito en grandes letras en la portada de un libro, sometido a las críticas de los expertos y las habladurías de la gente.
En comparación con la vida de cualquier escritor contemporáneo, la existencia de Jane Austen fue más bien aburrida: nunca viajó, no frecuentó ni el gran mundo ni los ambientes depravados, no conoció el amor físico ni ninguna aventura extraordinaria. Fue una mujer provinciana, que no se casó, vivió siempre con su familia en el campo –salvo algunos años en la ciudad de Bath– y se movió en los ambientes de la pequeña nobleza típica de Inglaterra, una clase social educada y cortés, pero también limitada por reglas de comportamiento muy estrictas.
La discreta tía Jane, inofensiva y encantadora, era sin embargo capaz de describir como nadie aquel mundo en sus libros, escritos a escondidas de sus vecinos, que nunca supieron que observaba con una lupa implacable las dificultades de las jóvenes de su clase para encontrar marido en una sociedad que, por supuesto, no les permitía trabajar y solo les ofrecía la posibilidad de un buen matrimonio. Ella misma se saltó esa regla: en 1802, a los 27 años, aceptó la propuesta de boda del hermano de una amiga, pero al día siguiente se volvió atrás, probablemente porque el novio no le gustaba lo suficiente.
Algunos años antes había mantenido un inofensivo romance con el sobrino de unos vecinos, rápidamente interrumpido por las dos familias, pues ninguno de los dos disponía de la fortuna suficiente para casarse. Jane Austen vivió en carne propia los problemas económicos que atenazaban a las mujeres sin un marido que las respaldase: cuando su padre murió en 1804, su madre, su hermana Cassandra –también soltera– y ella misma pasaron a depender económicamente de sus hermanos y, en algunos momentos, atravesaron graves dificultades, aunque las ganancias de las novelas de Jane las ayudaron a salir adelante.
Totalmente autodidacta y aislada del mundo literario, las cuatro obras mencionadas y las dos publicadas póstumamente, Persuasión y La Abadía de Northanger, la han convertido sin embargo en una autora clásica, reconocida tanto por la crítica como por el público contemporáneo, que la ha redescubierto en buena medida gracias a sus adaptaciones al cine. Como otras muchas mujeres, Jane Austen demostró que no es preciso vivir mucho para ser un gran escritor. El talento literario radica en la mente, no en los acontecimientos externos de la vida, y las autoras del pasado, con sus existencias recluidas y limitadas y su inmenso deseo de sobreponerse a todas las dificultades, son un magnífico ejemplo de esa verdad.
