En ocasiones la mejor manera de acercarse a una idea o un concepto, no es tratando de definir lo que es, sino lo que no es. Por descarte. Quitando el arrume, las hojas de afuera, como pelando una fruta, hasta llegar al corazón. Lo primero que habría que decir, es que el llamado sabio, como portador de sabiduría, se opone al ignorante.
Al sabio nada le pertenece, porque no codicia y necesita poco o nada. No conoce la dependencia. El sabio no compite, porque no le interesa ganar, no se compara. No vale por sus medallas. Los trofeos le pesan: “De nada sirven en la vida”, decía Sócrates. El sabio no se apresura. No hay desgaste inútil de energía. Cada cosa a su tiempo y armoniosamente. No corre, fluye.
El sabio no habla demasiado. El silencio ponderado rige su vida. Solo dice lo que debe decir, cuando debe decirlo y como debe decirlo (Aristóteles). Su mente no está repleta de cosas por contar, sino de cosas por callar. El sabio no es enredado para decir lo que tiene que decir. No confunde dificultad con profundidad. Traduce lo complejo, lo hace asequible, lo comparte.
Es directo y claro y no necesita hacer del lenguaje una jerga incomprensible o entendible solo para pocos. El sabio no cree que la palabra se banaliza si se hace popular. El sabio no anula el sentimiento. Lo incluye, lo vive, lo degusta, lo entremezcla con la razón. Para el sabio la represión emocional es una manera de degradar lo específicamente humano.
El sabio no se subyuga ante los aplausos. Los agradece, pero no los exige, ni los espera, ni los necesita. El pensador indio Jiddu Krishnamurti, antes de cada conferencia, le pedía al auditorio que por favor no lo aplaudieran, que solo escucharan, que pensaran juntos. El halago no compra al sabio.
El sabio no se incomoda ante la crítica. La toma con humildad cuando es bien intencionada y la excluye cuando lleva veneno. No se ofende si no piensan como él. Se transforma en un banco de niebla ante agresión, para que el ataque siga de largo porque no hay un yo que él atrape. El sabio no es indiferente a la vida. Lo cotidiano hace parte de él. Vive en el mundo, entroncado en los hechos tal cual son y con todas sus consecuencias.
El sabio no se escapa a una cueva, está en la realidad, la comprende e intenta modificarla. Finalmente, el sabio no se las sabe todas, ni mucho menos. Hace uso descaradamente de su ignorancia, no la esconde, la muestra, la hace patente para eliminarla si es del caso. El sabio, cuando es sabio de verdad, pone sus limitaciones por delante para que la gente sepa con que contar.
El sabio nunca sabe que es sabio, porque le importa un rábano enterarse al respecto. Por eso, Sócrates entró en crisis cuando el oráculo de Delfos afirmó que él era el mayor portador de sabiduría. Y luego de indagar y analizar a los grandes hombres para comprender porque había dicho el oráculo semejante afirmación, llegó a la conclusión que lo único que lo separaba de aquellos, era que él sabía que no sabía.