Todos tenemos un espacio psicológico de reserva personal a partir del cual nos sentimos incómodos o invadidos si alguien lo traspasa. Algunas investigaciones han encontrado que la distancia física promedio, a partir de la cual los humanos empezamos a sentirnos incómodos con la proximidad de alguien desconocido, es de unos 50 centímetros. Es decir: si alguien que no conocemos o no es de nuestro interés traspasa esa línea, es probable que demos un paso atrás.
La territorialidad psicológico/emocional determina los contornos del “yo”, el lugar donde lo mío es mío y lo tuyo es tuyo. La reserva de sumario, los secretos, lo que no se quiere comunicar, con o sin razón. Ese es el derecho que a veces no respetan las parejas, los familiares o los amigos. Tenemos una zona de exclusión donde nadie más tiene cabida y hay que defenderla para mantener la identidad.
Una señora decía con orgullo de mujer casada: “Mi marido y yo no tenemos secretos, somos como una sola persona: el uno para el otro”. En realidad, parecían el uno en el otro. Es el síndrome del siamés: uno estornuda y el otro se suena la nariz. La individualidad es natural y necesaria. Freud tenía razón en esto: si sacáramos a relucir nuestros pensamientos más recónditos y oscuros el tema daría para varias películas pornográficas o de terror.
Mejor estar a solas con el lado difícil de la mente y el corazón. No todo lo privado puede hacerse público ni todo lo público tiene cabida en lo privado. Dos mundos que interactúan pero que no son fácilmente intercambiables. Tres posibilidades:
1. Una territorialidad moderada permitirá que la gente se aproxime a uno y facilitará las relaciones interpersonales sin que nos sintamos invadidos.
2. Una territorialidad “cero” podría implicar un problema de asertividad o de sumisión crónica, a no ser que se trate de un maestro espiritual trascendido que ya nada tenga que ocultar ni defender.
3. Una territorialidad exagerada impedirá establecer relaciones interpersonales cómodas y fluidas, ya que la gente no podrá acercarse lo suficiente. La desconfianza del paranoide o la autonomía agrandada del esquizoide, son dos ejemplos de territorialidad expandida.
No creo que las buenas relaciones estén definidas por una experiencia de corazón abierto ciento por ciento, sin fronteras de ningún tipo. Reconocer que el otro es un individuo significa que estamos aceptando su derecho al silencio y a no exhibirse externamente. Quizás la mejor opción sea hacerle algunos huecos a la coraza defensiva, en otras palabras: no bajar la guardia del todo pero tampoco mantener el prójimo a kilómetros de distancia.
Discriminar qué quiero decir y qué no, cuál es el punto de no retorno a partir del cual comienzo a sentirme asfixiado o incómodo. Se puede estar muy cerca de la persona amada, tanto como el corazón permita, pero nunca podremos ser uno. La idea platónica de la fusión afectiva no es más que el sueño enardecido de los que sufren de enamoramiento. No hay media naranja, no hay almas gemelas. Juntos y enamorados, dos egos que se anudan, decía Rilke, para qué más.